domingo, 20 de febrero de 2011

El cuadro de Bubalú








Se llama Babalú, castellanizando malamente un nombre que apenas si comprendí. No importa si no es correcto, para mí, identifica a un desconocido del que guardo en mi casa un recuerdo entrañable.


Otra noche de voluntariado en las UMES, las Unidades de Emergencia Social de Cruz Roja, pero no una noche común. Desde el principio nos dimos cuenta de que existía una inusual demanda de ayuda.


Nuestros habituales ‘clientes’ como cariñosamente llamamos a quienes rutinariamente nos aguardan, ya me he convencido que más que por el zumo, café y las galletas o las ocasionales mantas o prendas de ropa que llevamos para quienes están en situación más precaria y no están en condiciones de ir hasta la sede central para buscarlas, lo que la mayoría desea es una palabra de apoyo, una sonrisa, un oído presto a escuchar sin apresuramientos para desconectarse del dolor ajeno.


A muchos ya los conocemos. Los ojos inocentes de Cristian, que para nosotros es un niño solitario que nos mira desde una profundidad tan negra como su propia piel, sin comprendernos, quizás con la angustia de no haber encontrado lo que buscaba cuando llegó, pero sonríe cuando le sonreímos.


No es el único que no habla el mismo idioma pero no es necesario ser políglotas para entendernos; hay un idioma universal y es precisamente ese que utilizamos para comunicamos con Cristian y con tantos otros: la sonrisa, el apretón de manos, el convencimiento de que ellos saben que estamos allí porque nos hemos concienciado de sus necesidades, y que hemos dejado que impregnen nuestra piel de su soledad y su necesidad de volver a ser considerados alguien.


Otros muchos, como Blanca, han nacido en este país pero por distintas circunstancias se encuentran en la calle, sin más techo que un montón de estrellas dormidas entre las constelaciones de la Osa Mayor y Casiopea.


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